Por Juan Carlos Niño Niño*
Aún no me reponía de la pena de la pérdida del primer amor, que me obligó a huir con el alma hecha pedazos a principios de los noventa de aquel pueblo del piedemonte llanero a la capital del País, cuando entré por primera vez como estudiante de Comunicación Social al naciente campus de la Universidad de la Sabana (ubicado entre el Puente el Común, Estación La Caro y la Avenida Pradilla de Chía), por un camino de plaquetas de concreto que atravesaba un gigantesco paisaje de tierra fría, que se interrumpía con el ahora mítico y nostálgico puente rojo metálico, desde donde se divisaba el paso lento y silencioso del Río Bogotá, convirtiéndose en el anuncio de nuevos tiempos, ideas, experiencias, aprendizajes, sensaciones, enamoramientos, que indudablemente sentarían unos derroteros por el resto de mi vida.
El campus universitario recién iniciaba su construcción con espacios y detalles de influencia colonial (atribuido también a una arquitectura rural de Bogotá), con dos imponentes y bellísimas casonas de paredes blancas, tejas de barro y amplias ventanas, balcones y puertas de madera (la rectoría y la Facultad de Comunicación Social), más otra con un imponente balcón en el centro, dos salas de arcos y dos plantas laterales de salones de clase (alrededor de la plaza de los arcos), más una pequeña capilla colonial en la gigantesca plaza mayor empedrada, que tiene como eje una fuente de agua.
La tristeza ocasionada por la primera ruptura de amor y el nerviosismo y la inseguridad al enfrentarme a esa nueva y desconocida esfera académica y social (considerada una de las más elitistas del País), se esfumó esa tarde cuando presuroso grapaba un trabajo escrito en la pila de la gigantesca plaza empedrada (que me habían prestado en la fotocopiadora), cuando intempestivamente escuché una voz delgada y sensual, que me preguntaba algo airada y molesta si me demoraba mucho con la cosedora.
Con la rebeldía y conflictividad de la juventud, alcé la mirada para encarar a quien osaba presionarme por la cosedora, y me encontré con unos grandes y exóticos ojos castaños (que no tenían delineado ni la pupila ni el iris, sino que eran un solo brochazo impresionista de un óleo castaño fosforescente), y que eran el centro de un rostro indígena absolutamente perfecto, con una diminuta y altiva nariz, unos labios delgados y sensuales y un pequeño mentón que hacían juego con unos pómulos delgados y afilados y un fino y largo cabello castaño, que me hizo evocar de inmediato a la actriz italiana Ornnella Muti, protagonista de la película "Crónica de una muerte anunciada" del director Francesco Rosi, y basada en la novela del nóbel Gabriel García Márquez.
Al sumergirme en esos grandes y exóticos ojos castaños, a los que no se les podía sostener mucho la mirada porque de lo contrario uno empezaba a lagrimear, no sé en qué momento de manera sumisa le entregué la cosedora, sin importarme que aún no había terminado de grapar mi trabajo. La seguí como en un sueño, totalmente extasiado, con el presentimiento de que esa hermosa zipaquireña de tan solo (21) años de edad (estudiante de psicología), era la cura definitiva para la pena de amor que traía del piedemonte llanero (mucho tiempo después ella me diría que iba a mandar enmarcar "la tal cosedora", con el fin de no olvidar nunca esa mágica tarde de octubre en que nos conocimos).
Ella se percató que ahora me había convertido en su sombra, y sin dejar de sonreír para sí porque seguramente comprobaba por enésima vez el poder de sus encantos, acomodaba con delicadeza y sensualidad la carpeta y las hojas de su trabajo para grapar, mientras totalmente alelado por lo espectacular de su belleza, me sorprendí con voz nerviosa pidiéndole que me acompañara a tomar un café.
Sin darnos cuenta, nos fuimos hablando encantados por la continuación del camino de plaquetas de concreto (bajo el ruido de la construcción de los bloques para el resto de las facultades), hasta que llegamos a uno de los primeros mesones que tuvo la Universidad, a orillas del mencionado afluente con cientos de patos y gansos (tan bravos éstos que perseguían corriendo con sus amenazantes picos a quienes no les caían bien), en donde muchos estudiantes practicaban en las tardes el selecto deporte del canotaje.
Ese sería el primer escenario para enamorarme perdidamente de aquella sensual pero sarcástica zipaquireña, aun con las advertencias silenciosas de lo eminentemente peligroso de esa mirada "castaño fosforecente", que me hacían de vez en cuando el medicinal olor de los cientos de eucaliptos, las oleadas de la fría y penetrante brisa de la sabana y los nubarrones negros que se avizoraban en la bastante cercana población de Chía, pero que sin duda sería el inicio de unos de los momentos más felices y dichosos de mi vida (aunque posteriormente tendría que pagar una factura bien alta).
Esa tarde conocí a una jovencita con un apasionamiento por la terapia familiar de Carl Whitaker, (cargaba un libro blanco y voluminoso del psiquiatra estadounidense), con unos deseos infinitos de convertirse en la mejor psicoanalista del país, aunque tan solo cursaba segundo semestre, pero que no era un impedimento para que hablara con conocimiento de causa sobre el comportamiento humano, como tampoco para hablar con propiedad de la actualidad nacional, que la hacía aún más interesante y más atractiva cuando recogía delicadamente su larga cabellera castaña y me pedía con voz casi imperceptible que se la sostuviera mientras que la sujetaba con un diminuto y perfumado moño color fresa.
Al caer la noche, nos cogió una leve llovizna al salir de la Universidad y posteriormente al acompañarla a tomar el bus de Zipaquirá en la entrada del también naciente Centro Comercial Centro Chia, contándome de un momento a otro que tenía desde hace más de nueve años una relación con un odontólogo, que prácticamente la había formado desde los inicios de su adolescencia, y que ahora sentía enloquecer porque él se estaba distanciando, y que prácticamente se estaban viendo cada veinte días, pero que a la hora de la verdad tenía la esperanza de que todo terminara bien con la prometida pedida de mano de parte de él a sus padres. Eso espero, me dijo exhalando un profundo suspiro en el momento en que se aproximaba una Flota del Carmen que se dirigía al pueblo de las minas de sal.
Al subir a la Flota, me preguntó que si tenía novia. Al responderle que no, me gritó muerta de la risa que me consiguiera una. Que se me veía solo y triste y que no era tan recomendable autocomplacerse con "Manuela" en las noches... La flota se perdió a lo lejos, entre los estragos de los truenos, la tempestad y la noche que se mezclaba con los últimos reductos del día.
Coletila: Estaba muerto de la rabia. No podía creer que una tarde tan romántica, terminara con un comentario de ella tan sarcástico y sobrador. Quién se cree... me pregunté una y otra vez mientras caminaba por la Avenida Pradilla para llegar al centro del municipio de Chia (totalmente empapado por la tempestad), en donde mi Mamá me pagaba el hospedaje y la alimentación en una casa de familia. Eso había sido todo, me dije. Al fin y al cabo, tiene novio... Estaba seguro que jamás nos volveríamos a hablar. Qué lejos estaba de suponer que era solo el comienzo. El destino, supongo...
* Especialista Gobierno y gestión pública, Pontificia Universidad Javeriana.