Por: Oscar Medina Gómez
Luego del empate sin goles que le sacamos a Nacional en el Atanasio Girardot de Medellín, en El Campín la teníamos toda. Clara. A tiro limpio. Al alcance de las manos.
No era sino empinarnos un poquito. Y ya. Sería nuestra. Más fácil pa’ donde. Pero esa noche, bajo un nublado cielo y un friolento viento bogotano, la octava estrella para el Santa Fe de mis pasiones pasó fugaz y se anidó finalmente en la galería de títulos verdes de Atlético Nacional. Perecederos fueron también los sueños e ilusiones que me hice, al dar por hecho que la tendríamos estampada para siempre en nuestro escudo.
Henchido mi entusiasmo y expectativa, me ubiqué cómodamente a las 5:15 de la tarde con Juan Felipe, mi hijo, en la tribuna de occidental central. Vestidos de rojo y blanco de pies a cabeza, banderas y cornetas –como mandaba estar a punto de cosechar otra estrella- nos refundimos de inmediato con miles de hinchas, coreando sin parar el “volveremos, volveremos, volveremos otra vez, volveremos a ser campeones como la primera vez”.
Pasadas las 7 y media de la noche arrancó el cotejo que definiría el primer campeón del 2013 de la Liga Postobón. Nacional la tenía complicada más no imposible. Con el empate en Medellín el domingo anterior, había cedido terreno invaluable en su aspiración del título. Pero los paisas estaban ahí. Dispuestos a entregarlo todo. A dejar la piel en la cancha por una estrella. A los muchachos de Santa Fe, animados por casi 45 mil gargantas, también se los veía optimistas y prestos a tragarse el césped capitalino. Listos a no ceder un centímetro cuadrado y jugarse la vida por la 0ctava. Bueno. Eso pensé cuando los vi saltar del camerino, como leones en busca de presa y rugir hambrientos de triunfo y gloria.
Lo que siguió lo vimos millones de colombianos. Unos, con la tortura de estar en vivo y en directo muriéndonos de la angustia, la desesperación y la tristeza. Otros a distancia, a través de sus televisores. Pero padeciendo, igual, a mares. Apareció un Santa Fe que se animó a querer ganar solo durante los primeros minutos del partido.
Luego vino la pesadilla. El horror de contar los minutos sin poder gritar nuestro gol. Llegaron el paso cansado, lento, como dopado de sus jugadores. Los pases equivocados y cabezazos locos. La triangulación de balón sin sentido ni lógica. Los fueras de lugar imperdonables. Los tiros libres desviados y lanzamientos de esquina sin fuerza ni colocación. Un decálogo de cómo no se debe jugar el futbol, cuando los pésimos movimientos tácticos.
No era mi Santa Fe. Ese que desde ese 22 de diciembre de 1975 llevo metido entre pecho y espalda, como un amor irrefrenable. Esa vez, siendo un niño, acompañé a mi hermano Orlando a celebrar por las calles de Bucaramanga la sexta estrella que los cardenales obtuvieron en el Atanasio Girardot, al vencer 2 por 1 a Independiente Medellín. Héroes irrepetibles fueron Pandolfi, Sarnari, García, Céspedes, Recuperó, Rodríguez, Pacheco, Viáfara, Piñeros, Chia y Tebez. En la plantillas campeona estuvieron otros grandes héroes como Alfonso Cañón y Ernesto Díaz.
Era como si el expreso rojo no estuviera disputando la finalísima del futbol colombiano. Como si todos ignoraran los gritos desesperados del técnico Wilson Gutiérrez.
Reflejaba apatía, pereza, desgano. No había un cerebro creativo. Nadie que pusiera orden. Se movían como embebidos. Pensativos detrás de un balón que nunca lucharon de verdad.
Desconocimos a un Omar Pérez, totalmente agotado y hasta con rabia en el juego. A un Wilder Medina en la más desastrosa de sus noches. Aun Bedoya errático y sin socios. A un Jefferson Cuero sin aire ni visión. A un Acosta falto de todo. A un Yulian Anchico atornillado al césped. A un Martínez Borja peleando balones infructuosos. A un Camilo Vargas que, ayudado por los errores de sus compañeros, se dejó embocar dos goles. A unos Torres, Mesa, Roa y Valencia deambulando por el gramado como zombis.
Nacional –con un futbol feo, deslucido, sin talento y opaco, pero con resultados, tal cual lo hizo durante el campeonato- nunca bajó la guardia ni se amilanó. Sus hombres tenían clarísimo lo que Santa Fe no: no podían darse el lujo de regresar a Medellín humillados. Por eso el gol de Jefferson Duque al minuto 39 convirtió El Campin en un silencioso e inmenso cementerio, habitado por muertos vivientes santafereños. La estocada a un inofensivo y exiguo Santa Fe llegó cuando el reloj marcaba los 91 –ya en el descuento- cuando el guayo derecho de Luis Fernando Mosquera sentencio el 2 por cero definitivo.
Mientras Nacional y sus 200 hinchas celebraban a rabiar su estrella 12 en un Campin solitario, miles de hombres, mujeres, ancianos, niños salimos del viejo estadio de la 57 defraudados por un Santa Fe que esa noche no solo adoleció de futbol, sino que no tuvo alma ni corazón. Sin piedad fuimos insultados, abofeteados, escupidos en la cara por unos aletargados hombres vestidos de rojo y blanco que ultrajaron sin compasión a la hinchada. Pisotearon nuestras dignidades.
Pero no ocurrió igual con nuestra fe y amor por la camiseta. Ellas están ahí. Firmes. Intactas. Sólidas. A prueba de los peores agravios y bajezas. Ser santafereño es más que viajar centenares de kilómetros para presenciar una final. O pintarse la cara de rojo y blanco, enfundarse en una franela y agitar al viento una bandera. O pavonearse temerariamente por las calles, en manadas, cuando ganamos un partido. O decirlo de labios para afuera, por presumir. Sin importar quienes lo integren, ser hincha de Santa Fe es estar con el equipo siempre y eternamente. En los buenos y malos momentos. ¡Ser hincha del Santa Fe es de las sensacionales cosas que me ha pasado en la vida, carajo! Y ese sentimiento no tiene precio. Ni se compra. Ni se vende. Simplemente nace.
Ante Olimpia de Paraguay, en la semifinal de la Libertadores, perdimos con grandeza. Frente a Nacional caímos con vergüenza. Una noche bogotana de miércoles 17 de julio para olvidar. Digo yo.
**Periodista – Especialista en Gobierno Municipal y Gestión Pública Pontificia Universidad Javeriana