Sergio Ocampo Madrid – Publicado en La República
“Fue un accidente, él no tuvo la culpa”, gritó airada una joven de unos 21 años el martes en una de las salas de audiencia de Paloquemao. Lo hizo para responderle a Roberto Bastidas, padre de Diana, una de las dos muchachas que resultó muerta hace dos semanas cuando Fabio Salamanca, de 23 años, conducía su Audi a 140 kilómetros por hora y embistió el taxi en el que viajaban Diana y Ana después de salir del trabajo. Fabio presentó grado tres (el máximo) en el examen de alcoholemia que le aplicó la Policía.
Roberto le gritó “asesino” el día de la audiencia, y la muchacha amiga de Fabio le respondió con ese “fue un accidente, él no tuvo la culpa”. Esta frase resume bastante bien una actitud de vida entre la gente que hoy ronda los 25 años y que se levantó en medio de unos cambios profundos en la forma en que la sociedad encaraba, consideraba y trataba a los niños, y con unas garantías absolutas al “libre desarrollo de su personalidad”, pero también con nuevos conceptos de autoridad y una forma distinta de relación entre padres e hijos.
No es gratuita entonces esa frase, que reclama de un modo casi agresivo el derecho a equivocarse, a no tener la culpa, a que se pase la página rápidamente, así de lo que se esté hablando sea de la muerte de dos mujeres jóvenes y de la posibilidad de que un hombre (el taxista) quede parapléjico. Se olvida también que el “accidente” del cual se exonera “de culpa” a Fabio se produjo porque este iba borracho a 140 kilómetros por hora casi a las 5 de la madrugada.
Este caso de Fabio Salamanca desde que arrancó tiene una fetidez particular. Las cosas comenzaron a mostrarse mal desde esas primeras imágenes del accidente cuando una mujer, de modo histérico y a las malas, le tapaba la cara a su “niño” para que no lo mostraran las cámaras de Tv. Desde ahí empezó a sugerirse que Fabio más que el victimario era otra víctima de esta tragedia. Luego no pudo comparecer porque estaba internado en una clínica con “estrés agudo” y no era apto psicológicamente para una diligencia en Fiscalía. ¿Cómo sería entonces el estrés de las familias de los muertos y de los Cangrejo, parientes del taxista que quizá no vuelva a caminar?
El sábado pasado, un juez mandó a la cárcel a Jonathan Cabrera por matar a un peatón cuando conducía ebrio un Renault Logan. A Fabio, en cambio, el martes la jueza Carmen Gualteros no solo decidió mandarlo a casa sino que se mostró casi indignada porque la Fiscalía quería “escarmentar a la sociedad” con la medida de aseguramiento para Fabio.
No soy abogado, pero el simple sentido común me dice dos cosas: la primera, que justo a la gente la envían a la cárcel para escarmentar a los demás, para persuadirlos de que actúen de modo ajustado a las leyes, y una de ellas proclama que no se debe conducir embriagado. Dos, en Colombia para efectos legales es mejor llamarse Fabio que Jonathan (o Haiver, o James, o Edison), y siempre dará más garantías conducir un Audi que un Logan.
Ahora bien, hay algo en lo que sí creo que no tiene la culpa Fabio, y la culpa ni siquiera es de la familia, sino de todos. Y no hay nada peor que cuando la culpa la tenemos todos, porque en el fondo nadie la asume. Me explico: desde hace tiempo veo aterrado cómo viene creciendo una generación que nació después de los 90, que ejerció su niñez en el último repecho del siglo XX y a comienzos del XXI. Antes de los 90 ser niño no valía nada y se imponía una dictadura que los obligaba a “callar cuando los adultos hablan”, a obedecer la autoridad sin chistar, a comer lo que los adultos decidieran, a tener que ser aconductados y hacer las cosas bien para ganarse el amor del papá y de la mamá.
Hubo cambios culturales, jurídicos y sociales que pusieron todo aquello patas arriba, y desde entonces la niñez es la que manda. Los adultos se acomodan a comer lo que al niño le apetezca; en el colegio los malos resultados a menudo son culpa del maestro, y hay que ganarse cada día el amor y la devoción de los hijos, con regalos, con última tecnología, con todo lo que los padres no pudieron tener cuando eran chicos. Obviamente, hablo de la sociedad formalizada; no soy ingenuo ni desconozco que en nuestras sociedades millones de niños la pasan muy mal, y son violentados cada día sus derechos.
Solo ahora estamos empezando a ver los resultados de esa nueva forma de considerar la infancia, de todo ese tremendo garantismo con que crecieron los niños a partir de los noventa, porque ya son adultos que se acercan a los primeros e inexorables treinta años.
Son los amos del universo. Así los criaron. Por eso, en el fondo, Fabio no tiene la culpa. Solo fue un accidente. (Continuará…)