Por Oscar Medina Gómez*
Ser un ciudadano no es lo mismo que ser un habitante. Son palabras muy diferentes. La primera implica una gigantesca responsabilidad y, a la vez, un honor mayor. La segunda es apenas un rótulo. Apenas un nombre frío e intrascendente.
Ser ciudadano es amar, sentir, querer, defender y contribuir al desarrollo de la ciudad donde vivimos y viven nuestras familias y amigos. Ser ciudadano es impedir que mancillen y envilezcan la casa que habitamos. Es aportar, con desprendimiento, nuestro grano de arena para verla crecer sana, vital, pujante y segura. Es sentirnos orgullosos de ella. Es respetarla y luchar constantemente por ella.
Ahora, ser habitante es estar simplemente de paso. Así ese paso sea de 5, 10, 20 años. ¡Qué más da la duración de la estancia cuando ésta es sólo un medio para nuestros fines! Ser habitante es usar, usufructuar, lucrase, vivir en la ciudad sin más afán que buscando el beneficio personal. Es comer, beber, divertirse, recibir un sueldo, hacer negocios, contratar con el Estado, pero sin adquirir ningún compromiso cívico ni personal con la ciudad. Ni siquiera, por ejemplo, matricular el vehículo en el que nos movilizamos y pagar su rodamiento e impuestos en donde residimos. Ser habitante de una ciudad es no quererla, despreciarla, pisotearla, escupirle la cara a quien nos ha dado mucho y no le hemos dado nada.
Es hablar mal de ella. Pasarse por la faja la ley y el orden. Mamarle gallo a todo lo que está inmerso en las normas de civismo, respeto, buen comportamiento y honestidad. O cultura ciudadana, como le llaman ahora. Ejemplos de irresponsables y descarados habitantes hay mil: invadir y demarcar con conos naranja y cintas amarillas los frentes de los negocios, para que allí nadie parquee su vehículo ni circule. ¿Al amparo de qué ley, decreto, norma o derecho lo hago, proclamándome dueño de ese espacio público? ¿Qué autoridad, digamos, le dice algo a los bancos BBVA, De Occidente, Las Villas, Bogotá, Davivienda, Caja Social y demás, que hacen eso desde hace años?
También irresponsables y descarados habitantes son todos aquellos que montan sobre los andenes sus vehículos –carros, motos, bicicletas, mototaxis- obligando a los transeúntes a caminar por las calles. Pero como están invadidas por los conos naranja, pues al transeúnte no le queda otro camino que hacer piruetas y malabares para no ser atropellado. Lo son igualmente quienes, sin autorización alguna, siembran avisos comerciales en los separadores de las avenidas, anunciando toda suerte de negocios: talleres de motos, restaurantes, panaderías, peluquerías, droguerías, bares, montallantas, talleres publicitarios, ventorrillos…
O aquellos que ensucian y maltratan la ciudad sacando sus basuras y desperdicios a las esquinas y frentes de sus casas, en horarios y días cuando no pasa el camión recolector. O quienes se pasan un semáforo cuando la luz está en rojo. O los borrachos y alcoholizados que delincuencialmente van al frente de un vehículo, amenazando de muerte a quien se les atraviese. O los vendedores ambulantes y estacionarios de frutas, legumbres, jugos y bebidas que por donde pasan van dejando su reguero. O los dueños de bares y negocios públicos que invaden con decenas de mesas y sillas los muy pocos andenes que tenemos con la excusa de que “estamos pagando a la alcaldía por este derecho”.
Meros habitantes –bandidos, en este caso- son, desde luego, los contratistas de lo público que en confabulación orgiástica con los gobernantes, se roban a manotadas el dinero destinado a la construcción de escuelas, viviendas, hospitales, puentes, carreteras, puestos de salud, bibliotecas, tendidos eléctricos y líneas de gas, alimentación y transporte escolar, campañas de vacunación y de salud mental –drogadicción, alcoholismo, prevención del suicidio, etc-, escenarios deportivos, parques, museos, acueductos, vías terciarias, montaje de proyectos productivos agrícolas y un sinfín de inversiones públicas, todas necesarias y urgentes para el bienestar, desarrollo y calidad de vida de la gente.
Puedo jamás terminar aquí de seguir con los ejemplos. Es incontrovertible que hay una enorme distancia y diferencia entre ser ciudadano y ser habitante. Por eso tenemos que defender a Yopal. Todos unidos, en un solo brazo y puño. Juntando nuestras manos y voluntades. ¿De quién? De aquellos y aquellas que por décadas nos han robado. Han secuestrado y se han robado los recursos que sagradamente nos pertenecen a todos. De esos y esas que hoy, por gracia de la corrupción, son multimillonarios a los que no les cabe un solo dólar más en sus cuentas bancarias.
Esas familias rojas, azules, verdes y de los más variopintos colores que, parapetadas en partidos políticos y discursillos floridos, actúan como corsarios modernos arrasando con la plata del Estado. Son piratas de lo público que se transportan no en barcos de vela sino en lujosas camionetas blindadas 4x4. Como depredadores hambrientos, despiadados y sin consideración, van matando ilusiones y retrasando el desarrollo. Ladrones de lo comunal, que robándose los sueños y el progreso han condenado a la ciudad y sus gentes a un avance lento y doloroso. No obstante los más de mil millones de dólares que Yopal han recibido en regalías del petróleo en los últimos tres lustros.
A los ciudadanos les digo: no desmayen jamás en la defensa de la ciudad. A los habitantes, les pido cambiar su actuar. No burlarse de la ley ni desafiar la autoridad legítimamente constituida. Finalmente, unos y otros estamos amparados y compartimos el mismo techo.
Como un león, indomable, invencible, justo y libre tenemos la obligación de dar la pelea por Yopal. No es tiempo de mirar atrás. Ni menos de volvernos a equivocar. Es tiempo de decisiones y de seguir construyendo, como una gran familia, la ciudad soñada. De elegir bien y saber que se tiene a un verdadero alcalde. Que no miente ni engaña. Que toma decisiones forjadas para el bienestar de la ciudadanía. Porque más que un alcalde es un ciudadano. ¡Autoridad y desarrollo! Digo yo.
*Periodista