*** Por Juan Carlos Niño Niño
A principios de los noventa, los escasos recursos de mi madre solo alcanzaron para vivir en una modesta residencia universitaria en el tradicional sector de Chapinero en Bogotá, en donde compartí habitación con el cantautor vallenato Fabian Corrales, quien estudiaba Odontología en la Universidad de San Martín, cuando iniciaba el primer semestre de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad de la Sabana, haciendo realidad el sueño de niño en el sentido de estudiar en esta imponente Universidad, que a mediados de lo setenta concibió desde España San José María Escrivá de Balaguer.
A unas cuantas cuadras, estaba la calle 60 con la Avenida Caracas, en donde se encontraba uno de los centros mas importantes de Telecom en la Capital, que era frecuente encontrar atestado de airados sindicalistas, que protestaban contra la decisión del entrante Presidente César Gaviria, quien recientemente había anunciado la privatización de la estatal de comunicaciones, con la frase de un joven y prometedor estadista paisa: "No estamos improvisando", como lo tituló en esa época el periódico El Tiempo.
A la madrugada, siempre tomaba en esa dirección un bus de la "Flota El Carmen" que terminaba hacia el Norte de recorrer la Avenida Caracas, pasaba por el Monumento de Los Héroes y continuaba por la Autopista Norte hasta dejarme en la puertas de la Universidad, no sin antes pasar por el cementerio Jardines de Paz, la Escuela Colombiana de Ingeniería Julio Garavito, el Colegio Odontológico, el moribundo Hipódromo de Los Andes, el centro de rehabilitación Teletón, el castillo de la Caro y finalmente virar hacia la izquierda para pasar el colonial puente El Común y encontrarse con el naciente y espectacular campus de la Universidad, que se ha convertido en uno de los patrimonios arquitectónicos y académicos del País.
Al tomar ese bus en el mencionado centro de Telecom, no pude evitar el estrés porque estaba lleno y era casi imposible ir hasta el fondo (como lo insistía cada segundo el barbudo conductor, con el fin de subir más pasajeros al bus), y solo me pude acomodar casi en la mitad, al lado de una joven mujer que igualmente estaba colgada de un brazo a una de las barandas del techo; en Los Héroes, el bus frenó de manera salvaje y dejó a un muchacho que salió del fondo y nos empuje bruscamente para poder bajar, lo que le ganó los fuertes improperios de la joven mujer.
El bus retoma lentamente la velocidad y al pasar por el tradicional barrio La Castellana (calle 100 con autopista), la joven gritó desesperada que le habían robado el reloj, y casi que al instante clavó su furiosa mirada en mi, acusándome con un dedo inquisidor del mencionado robo, ganándose la solidaridad de todos los pasajeros, quienes me exigían exaltados que le devolviera el reloj a la "señorita", lo que me ocasionó un estado de pavor que no me dejaba gritar que era inocente, que en mi vida no me había robado ni una aguja, y que probablemente el autor del hurto era el muchacho que alebrestado se había acabado de bajar del bus.
El conductor volvió a frenar de manera salvaje y se unió al coro de los pasajeros que me pedían que le devolviera el reloj a la joven mujer, lo que se complicó aún más cuando se subió un policía con bolillo o bastón de mando en mano, para pedirme con una voz intimidatoria que regresara lo que no era mío, si no quería que me judicializarla por ese delito, a lo que suplicante y casi de rodillas le dije que era totalmente inocente, mientras la joven mujer le exigía al agente que por favor tomara medidas inmediatas antes de que me saliera con la mía, como si fuera tan fácil huir de esa turba enfurecida.
Al cabo de unos cuantos minutos en ese caos, la joven mujer se veía pensativa y de un momento a otro le dijo al Policía que no estaba segura si había dejado el reloj en su apartamento, y que le pedía el inmenso favor que los dos la acompañáramos para verificar si el mismo estaba allá, o que de lo contrario se vería en la imperiosa necesidad de interponer la demanda penal contra mí, a lo que protesté airadamente que no podía seguir siendo la víctima de semejante novela, pero el policía muerto de la risa se me acercó y en voz baja me dijo que le lleváramos la corriente a esa "vieja loca", y que de ahora en adelante no me preocupara por absolutamente nada (De paso - me dijo - a mi me ahorra estar volteando con cuánto atraco se da en este momento en Bogotá).
Al bajar por el barrio "La Castellana", entramos por un centro residencial que que estaba apostado en la calle 100 con Autopista Norte, con sendas torres color caoba que le daban un cierto aire enigmático al sector, y posteriormente a una de las torres del fondo en donde un amplio ascensor metálico nos dejó en el octavo piso, para entrar a un apartamento grande y espacioso, en donde la sala y el comedor estaba separado por niveles, y una cocina rectangular que atravesaba casi todo el apartamento.
La joven mujer nos instaló en una sala de los años sesenta con varios colores, se fue para su recámara y al cabo de unos minutos llegó con el reloj "perdido", disculpándose de todas la maneras y a cada momento con nosotros, no sin antes insistirnos en aceptar un chocolate santafereño (con pan rollo y queso), que prometió preparar en el término de la distancia, a lo que aproveché para pedirle el favor de que me prestara el baño, señalándome amablemente el que quedaba al frente de la recámara principal.
Al salir del baño, no pude evitar la curiosidad de mirar al interior de la recámara principal, en donde me llamó la atención un reloj despertador en la mesita de noche, que tenía en su parte inferior un diminuto "pajarito" que se movía como un péndulo mientras emitía el monótono sonido del segundero; y en menos de lo que canta un gallo "se me apareció el diablo" y decidí vengarme de la joven mujer, al coger de un zarpazo el reloj y guardarlo en unos de los bolsillos interiores de mi chaqueta negra de cuero, lo que me envolvió entre un complejo de culpa y una sensación triunfante de venganza consumada.
Al terminar el chocolate santafereño, la mujer nos acompañó hasta la puerta, haciéndonos prometer que la íbamos a volver a visitar en circunstancias más formales, porque aseguraba que semejante insuceso no era más que el inicio de una buena amistad; solo que en el momento de abrir la puerta sonó estruendosamente el reloj despertador que le había robado y llevaba en un bolsillo interior de la chaqueta de cuero.
Coletilla: El estruendo del reloj despertador me despertó en mi estrecha cama de la habitación compartida con el cantautor Fabián Corrales en la modesta residencia universitaria de Chapinero. Se me había hecho tarde para tomar la flota a la Universidad. Todo había sido un sueño...
*** Especialista en Gobierno y Gestión Pública, Pontificia Universidad Javeriana.