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DE FRENTE - ¡Gracias!

DE FRENTE - ¡Gracias!
Por Oscar Medina Gómez *

Cargo buenas décadas a mis espaldas. Las necesarias como para haber visto, oído, husmeado, tocado, saboreado, pensado, gozado y sentido mucho. Seguramente no lo suficiente. ¿O sí? Bueno. Eso lo determinará el fin de las horas.

Con alguna frecuencia -lo confieso - me siento cansado. De todo y de todos. Los odios y amores que produce este oficio que escogí como compañero de vida, siempre serán justos e injustos. Demasiados y pocos. Ante la hipocresía, prefiero la abundancia de odios. Son más francos. Sé cómo enfrentarlos. Duelen menos que aquellos aplausos, besos y amores fingidos. Gelatinosos. De papel.

Soy terco. Necio. He hecho lo que he querido. Siempre a contrapelo de quienes me aconsejan. Me gusta la controversia. El debate con altura ideológica y argumentos conceptuales serios. Soy un hombre escéptico. Creo en lo irrefutable. No en lo que admite teorías y discusiones insensatas que rayan en la imbecilidad.

Aunque lloro -los hombres, como las mujeres, también tenemos débil el alma- contados hechos me conmueven como para lagrimear. Eso sí, mi recio carácter explota, por ejemplo, con las atrocidades irracionales del terrorismo faruco, eleno, paraco. O con la sistemática depredación que del erario hacen cada hora l@s corrupt@s -congresistas, alcaldes, gobernadores, diputados, concejales, JAC, ediles, ministros, gerentes, directores, contratistas- con la complicidad de las autoridades.

Siempre he creído en que las adversidades se superan. Que las desgracias no son eternas. Que eso que nos atormenta los días es preámbulo de otros mejores. Que el éxito se construye, se pelea, se busca. No es advenedizo. Que arriesgar es, a veces, el camino indicado. Que las casualidades no existen. Que todo lo que ocurre tiene una razón de ser. Que los caminos y las vidas están cruzados. Que luchar con honestidad, temple, ganas, respeto y amor por la Patria vale la pena. El ejemplo queda así no se alcance la gloria plena.

Eso que llaman felicidad no está representado precisamente en una gruesa cuenta bancaria, acciones petroleras, propiedades de lujo, fincas de recreo, diamantes y rubíes, yates y autos último modelo, viajes por el mundo, mujeres lujuriosas y exuberantes, bacanales de sexo, alcohol y drogas. No.

Hay más y mejores motivos para que el espíritu goce de verdad. Abrazar a un hijo, a un hermano, a un amigo; decirle al oído a nuestra compañera de lucha -a solas- que se le ama toda, como es, sin condiciones; jugar bajo la lluvia con esa pequeña personita que mueve tu universo; sentir la brisa fresca del atardecer bebiendo café; extasiarse al contemplar una noche con millones de estrellas o un día sin asomo de nubes; escuchar absorto un clásico del rock, de la salsa, del vallenato, del jazz; llenar el carrito del mercado sin restricciones, a sabiendas del millón de calorías que van allí; escribir sin cortapisas ni temores que castren la independencia del oficio. Y más…muchos más.

En todos esos momentos vive la felicidad. Pasajera, tal vez. Pero felicidad al fin y al cabo. Instantes que pasan veloces y en apariencia son vacuos. Que ante los ojos de la mayoría son cotidianidades sin importancia y por tanto se desechan. Mágicos retazos de nuestra existencia que, si los juntamos y armamos, nos muestran un cuadro de gozo infinito. Pasajes, retratos que ante los ojos del alma y de quienes los vemos con otro crisol y los disfrutamos con el corazón, constituyen la prueba de que vale la pena vivir.

Justamente, por gracia de esa magia, de ese milagro terrenal llamado fútbol -que cada cuatro años invade los corazones del planeta- fui feliz por estos días. Sentí cómo la Patria vibraba, coreaba, abrazaba, empujaba a nuestros jugadores de la selección a tocar la gloria. A que lucharan con honestidad y temple. Sin amilanarse.

El ejemplo quedó. La selección respondió. Así no se haya alcanzado la gloria plena.

Con la piel erizada, grité con exaltación suprema, hasta enloquecer, cada uno de los 12 goles que esos 23 gladiadores modernos nos ofrendaron. Como muestra humilde de que el éxito se logra con disciplina, trabajo en equipo y hambre de vencer.

Pasé por el camino doloroso, se me arrugó el corazón y sentí que se me fue la luz cuando sonó el pitazo final en Fortaleza el pasado 4 de julio. Y vi a James Rodríguez derrumbado de tristeza. La misma que nos partió el alma a 48 millones de colombianos. Perdimos 2 x 1 ante Brasil, el pentacampeón, el organizador de la Copa Mundo. Un Brasil desteñido, que jugó feo, a patadas. Lejos del “jogo bonito” que por años le hemos visto. Luego de 4 indiscutibles triunfos ante Grecia, Costa de Marfil, Japón y Uruguay, nos fuimos del mundial. Ocupamos un honrosísimo 8 lugar entre 32 selecciones orbitales.

En la retina, la memoria y el sentimiento de millones de espectadores en el mundo entero quedó la imagen de una Selección Colombia con clase y futbol del bueno. Sin nada que envidiarle a los encopetados equipos de siempre. Como nunca antes se había visto. Escribimos la historia con páginas doradas.

La mano y dirección del profesor Néstor Pékerman lograron en esos chicos lo que jamás pudieron las roscas de la Federación Colombiana de Fútbol, los dineros bajo la mesa, las amenazas del narcotráfico y la indisciplina deportiva que reinaba en tiempos de Maturana y “el bolillo” Gómez: amor, respeto, dignidad, orgullo y entrega por la Patria.

Es que el buen fútbol no es poca cosa. No es banalidad. No es mero asunto de hombres, que enajenados vemos a 22 pantalonudos patear un balón. No señores. El fútbol es una de esas evidentes, fantásticas y bendecidas razones que este viaje llamado vida nos ofrece. Y es gratis. Sólo se requiere amarlo, vivirlo.

Una palabra tengo para el profesor Pékerman y nuestros muchachos: ¡Gracias! Digo yo.

* Periodista - Especialista en Gobierno Municipal y Gestión Pública Pontificia Universidad Javeriana


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