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De Frente - Parentelas: poder y corrupción

 

Por Oscar Medina Gómez*


Resulta tremendamente insultante –frisando muy cerca lo delincuencial- que personas que no poseen ninguna fortaleza, virtud ni formación política pretendan ser elegidos por el voto a cargos públicos de elección popular. Individuos que jamás se los ha visto participando de forma permanente –o por lo menos accidental- en los debates y temas urgentes que el país y sus regiones a diario ventilan.  Y que afectan directamente a miles y millones de personas.


La única credencial que exhiben es ser hijo, hermano, hermanastro, tío, primo, sobrino, esposa, cuñado o concubina del arcaico, rutinario, inepto y ladrón político que durante décadas ha ostentando el poder y el dinero. Derivados éstos del cargo que tiene.


Por tener alguno de aquellos parentescos o vínculos, esos, digamos, “delfines políticos” se creen con derecho propio e inalienable a heredar y continuar ejerciendo el oficio de gobernar un territorio. De decidir sobre su progreso o su atraso. De mandar, mentir, despreciar y humillar a su antojo en la gente que lo habita. Y, desde luego, de robarse por toneladas el erario. El “leitmotiv” de sus vidas es algo así como “si mi Papá y mi hermano han hecho plata y son multimillonarios con la política ¿por qué yo no?” Para ellos ser corrupto no es lo de menos. ¡Es lo de más!


Como en las carreras atléticas de relevos de 4x100 metros, o 4x400 metros. Con la diferencia de que en el atletismo la competencia y sus atletas tienen un principio y un final. En la política -bajo el esquema que desde hace muchas décadas tienen montado los caciques y sus delfines- no.


Justamente se trata es de no dejar nunca el poder. De ir pasando la posta, la estafeta a muchos sujetos. En una carrera inacabable  e incansable, donde sólo triunfan los corredores políticos y muy contadas veces el pueblo que los eligió. Es más: ese pueblo se muestra complacido. Aplaude y defiende a rabiar a sus verdugos. Como si sintiera placer orgásmico al ver que todos los días sus gobernantes se enriquecen más con lo que le pertenece a todos. Y él, el pueblo, se empobrece diez veces más con lo que le pertenece a su desarrollo.


Es, digo, uno de esos lienzos sadomasoquistas  donde Francis Bacon plasmó sin pudor sus turbulentos y perversos ardores sodomitas de cama con los mozalbetes que conquistaba. Algo así es como se plantea la relación inentendible entre políticos voraces de lo público y sus gobernados y sumisos áulicos. Entre más dolor más placer. Entre más corrupción más apoyo a los corruptos.


Desde que empezó el cuentico independentista y republicano –de hecho mucho antes, desde el colonialismo- este país siempre ha estado gobernado por familias. Mejor: por castas y raleas politiqueras. Sus miembros recorren una distancia determinada de la carrera. Y luego –cuando ya están podridos en dinero, o los encarcelan, o los destituyen, o se enferman, o se retiran, o se mueren- pasan el relevo del poder a otro de la tribu. Y este a otro. Y así.


Es el modus operandi de un gigantesco conglomerado empresarial llamado Colombia. Que con recursos públicos es manejado por un régimen privado. Empresa de ganancias incalculables en la que sus mandamases no son más del 1 por ciento de individuos, pero con casi 50 millones de empleados.


En el ámbito nacional apellidos como Mosquera, Ospina, Lleras, López, Turbay, Pastrana, Barco, Moreno, Gaviria, Galán, Santos… son inmediatamente asociados al poder político y económico. En lo regional a otros como Char, Gerlein, De la Espriella, Nule, Benedetti, Serpa, Aguilar, Toro, Barreras, Uribe, Ramos, Vélez, Ramírez, Valencia Cossio, Cristo, Dussan, Renán, Iragorri se los relaciona automáticamente con gobernadores, alcaldes, ministros, embajadores, senadores y Representantes a la Cámara.


En los dos más importantes departamentos de los llanos orientales por su puesto mandan y viven de lo lindo unas cuantas cepas familiares. Por nombrar apenas, en el Meta están los Jara, Matus, Torres, Martínez, Sabogal, Castro, Durán, Vaquero, Ortiz, Vásquez y Maya.


En Casanare la parentela del poder –y del billete- la protagonizan, entre otros, apellidos como Prieto, Pérez, Puentes, Vargas, Barrera, Mariño, Abril Tarache, Bohórquez  y Celemín.


Con contadas excepciones donde para no desaparecer sus viejos líderes se han asociado a través de nuevas figuras políticas, otros clanes casanareños que reinaron e hicieron de las suyas por años como los Dalel Barón, los Chávez, los Cala, los Wilchez, los Hernández, los González, los Jiménez y los Sossa, prácticamente están desaparecidos.


No recordaré los nombres de personajes de estas listas que en el ejercicio de sus cargos o después, fueron juzgados y encarcelados por corrupción y paramilitarismo, en la gran mayoría. La opinión pública sabe qué hicieron y quiénes sus autores.


En sus conciencias y en la memoria ciudadana están grabados sus delitos. Culpas que impidieron el desarrollo económico de sus regiones, como debió ser. Delitos que sometieron a miles de familias a privarse de ver a sus hijos ir a la escuela o alcanzar una profesión. Que impidieron a millones de colombianos vivir dignamente bajo un techo propio. Corrupción que ha causado la muerte de centenares de miles de personas en las puertas de los hospitales.


Lo sadomasoquista e incomprensible, es que la gente siga respaldando con el voto a esa parentela política descompuesta. A esos caciques  criminales de lo público que, para seguir en la carrera de relevos, le pasan la posta a sus delfines para que continúen gozando de la orgía. Como en los cuadros de Francis Bacon. Digo yo.


*Periodista



La sección de OPINIÓN es un espacio generado por Editorialistas y no refleja o compromete el pensamiento, ni la opinión de www.prensalibrecasanare.com



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